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Al Mulhacén por TODAS LAS MUJERES DEL MUNDO...

Actualizado: 16 jul 2019

En los últimos años no solía haber mucha nieve en la cara sur del Mulhacén y en el momento de fijar la fecha no contábamos con la ola de frío que afecta a la mayor parte de la península estos últimos días.

Los preparativos fueron los necesarios para una carrera trail en un entorno de temperaturas bajo cero y unos centímetros de nieve.

La idea era una carrera lenta, pero continua, salvando los 2029 m de desnivel y 15 km hasta la cima, desde el punto de partida en Hoya del Portillo, que en condiciones normales los montañeros suelen hacer en dos etapas, pasando una noche en el refugio de Poqueira.







Después de investigar en foros y preguntar a los mas asiduos a este tipo de pruebas, nos decantamos por unas zapatillas trail impermeables y unas polainas sencillas impermeabilizadas con plástico y cinta americana.





La ascensión la haría yo sola guiándome con un GPS que marcaría la ruta a seguir, utilizada en otras ocasiones por Jose, mi compañero de equipo, buen conocedor de la zona; él iría más retrasado, pendiente en todo momento de los problemas que pudieran surgir. Las comunicaciones entre nosotros las hacíamos a través de emisoras portátiles. También llevábamos una baliza Spot y un teléfono satélite de los que echaríamos mano en caso extremo.





En el punto de salida el espesor de la nieve ya alcanzaba los 15 centímetros, y había decidido comenzar la ascensión por la ruta más larga, pero con una pendiente más suave al inicio, para ir adaptándome.

A 3 km del punto de partida el espesor de nieve había aumentado considerablemente y esperé por Jose, que subía por un atajo, para cambiar las zapatillas de correr por las botas. Estaba muy claro que la carrera en estas condiciones era imposible y pasaba a ser una ascensión de montaña en toda regla.



Hasta el Alto del Chorrillo, 8 km aproximadamente, no fue muy complicado, salvo por los peces de nieve donde me hundía hasta la rodilla y las placas de hielo que me hacían temer por un mal resbalón que me lesionase un tobillo a menos de un mes para salir hacia el Sahara. El sol me acompañó casi todo el rato y en ocasiones me dejé guiar por las huellas de un zorro para evitar hundirme en la nieve; parecía que el animal sabía lo que hacía y por donde él iba no había mucho espesor.



A partir de este punto la pendiente se acentúa, las placas de hielo son más frecuentes y algunas rachas de ventisca hacían que notase más el frío. De vez en cuando cruzaba alguna nube tan oscura que parecía que estaba anocheciendo, las miraba con temor y agradecía que pasaran de largo para no complicar la subida si les daba por descargar nieve.





Fue cuando alcancé los 10,5 km aproximadamente, cuando las cosas empezaron a complicarse. No fueron los desniveles de lo que a mi me parecía un 30% o más, sino que fueron las constantes placas de hielo para las que no llevaba unos crampones de alpinismo, y la ventisca que cada vez se hacía más fuerte y constante. La escarcha se pegaba a las gafas y no veía nada; me dolían los ojos y me lloraban continuamente, pero decidí quitarlas para distinguir mejor donde ponía los pies.

Fijé la mirada en una roca a lo alto y decidí llegar a ella para refugiarme de la fuerte ventisca y comprobar en el GPS la dirección que tenía que tomar y la distancia que me quedaba hasta la cumbre.






Llegué a la roca con mucha dificultad. Apenas veía nada y notaba mucho frío en las manos y la cara. Cuando miré al norte, donde se encontraba mi destino, vi que una espesa niebla amenazaba envolverme con rapidez. En ese momento pensé que era una temeridad continuar y que me podía costar muy caro. Pero no quise irme de aquel lugar sin prometer volver a intentarlo y llevarme algunas imágenes de recuerdo del punto más alto alcanzado nunca por mi. Cambié la batería de la cámara soportando un fuerte dolor en los dedos a causa del frío mientras recordaba a Liv Arnesen (Las niñas buenas no van al Polo) en su aventura al Polo, que había leído días atrás.







Me abrigué y me dispuse a descender de vuelta cuando empecé a oír por la radio a Jose diciéndome que saliese pronto de allí, que diera la vuelta inmediatamente, la situación se estaba volviendo muy peligrosa.

Cuando logré llegar al punto donde se encontraba él la niebla ya nos había alcanzado. La ventisca había borrado ya las huellas de los dos y debimos guiarnos por el GPS hasta haber descendido unos centenares de metros.





Continuamos bajando hasta el punto inicial sin decirnos mucho. Yo lamentaba no haber podido llegar al final, y él intentaba convencerme de que había hecho lo correcto, de lo contrario tal vez habríamos tenido que lamentar haber llegado; en la montaña hay tener siempre en cuenta que no solo es subir, el tiempo de descenso es básico y la climatología cambia con mucha rapidez.

No es habitual en mi abandonar, pero creo que todo ha de hacerse con cabeza y la sensatez debe reinar. El Mulhacén seguirá ahí y yo estoy dispuesta a volver a intentarlo.





Cuando decidí embarcarme en las aventuras extremas fue porque sabía que contaba con un compañero de equipo que respondería en todo momento. Hay aventuras en las que no se puede embarcar uno solo y contar con alguien de total confianza que sabes que siempre estará ahí es lo más importante.

Pensar en la causa que nos mueve este año me da más fuerzas si cabe. Tenemos la responsabilidad de trasmitir esta fortaleza y de proclamar a los cuatro vientos la necesidad de un final para los malos tratos a las mujeres.



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